sábado, 30 de abril de 2011

ROMPER UN ESPEJO!!!!



Pero si hay una cosa que muchas personas creen que trae mala suerte es romper un espejo. Es una de las más extendidas supersticiones todavía existentes, como portadoras de mala suerte.

Se originó mucho antes de que existieran los espejos de vidrio. Esta creencia surgió de una combinación de factores religiosos y económicos.

Los primeros espejos utilizados por los antiguos egipcios, los hebreos y los griegos, eran de metales como el bronce, el latón, la plata y el oro pulimentados, y, por tanto, irrompibles.

En el siglo VI antes de Cristo, los griegos habían iniciado una práctica de adivinación basada en los espejos y llamada catoptromancia, en la que se empleaban unos cuencos de cristal o de cerámica llenos de agua. De modo muy parecido a la bola de cristal de las gitanas,

El cuenco de cristal lleno de agua —el miratorium para los romanos— se suponía que revelaba el futuro de cualquier persona, cuya imagen se reflejara en la superficie del mismo.

Los pronósticos eran leídos por un «vidente». Si uno de estos espejos se caía y se rompía, la interpretación inmediata del vidente era que la persona que sostenía el cuenco no tenía futuro —es decir, que no tardaría en morir— o que su futuro le reservaba unos acontecimientos tan catastróficos, que los dioses, amablemente, querían evitar a esa persona una visión capaz de trastornarla profundamente.

En el siglo I, los romanos adoptaron esta superstición portadora de mala suerte y le añadieron un nuevo matiz, que es nuestro significado actual. Sostenían que la salud de una persona cambiaba en ciclos de siete años. Puesto que los espejos reflejaban la apariencia de una persona —es decir, su salud—, un espejo roto anunciaba siete años de mala salud y de infortunios.

La superstición adquirió una aplicación práctica y económica en la Italia del siglo XV. Los primeros espejos de cristal con el dorso revestido de plata, desde luego rompibles, se fabricaban en Venecia en esta época. Por ser muy caros, se trataban con gran cuidado, y a los sirvientes que limpiaban los espejos de las casas se les advertía severamente que romper uno de esos nuevos tesoros equivalía a siete años de un destino peor que la muerte.

Este uso efectivo de la superstición sirvió para intensificar la creencia en la mala suerte acarreada por la rotura de un espejo, a lo largo de generaciones de europeos. Cuando, a mediados del siglo XVII, empezaron a fabricarse en Inglaterra y en Francia espejos baratos, la superstición del espejo roto estaba ya extendida y firmemente arraigada en la tradición.

sábado, 2 de abril de 2011

EL HOMBRE DE LA BOLSA!!!


Era un viejo de aspecto endeble, de cabello gris y bigote gris que engañaba a los chicos de los Estados Unidos. Confesó unos cien crímenes. Lo ejecutaron en la silla eléctrica. Una mañana de julio de 1924 la señora Mc Donnell estaba sentada en una silla mecedora en la puerta de su casa, en Staten Island, Nueva York. Su hijo Francis, de ocho años, jugaba cerca con una pelota mientras su hija de pocos meses gateaba a su lado. Hacía calor. No era una zona muy poblada. La señora Mc Donnell observó por un instante la calle de tierra y le llamó la atención un hombre que caminaba por el centro. Era un anciano de cabello gris y gran bigote gris, delgado y no muy alto. Llevaba un traje viejo y holgado, un sombrero bombín polvoriento y caminaba arrastrando levemente un pierna. Andaba con los brazos colgados a los costados, casi pegados al cuerpo. Abría y cerraba constantemente una mano; en la otra llevaba una bolsa. Al pasar frente a la casa, saludó a la señora Mc Donnell descubriéndose la cabeza. El viejo murmuraba cosas para sí. La señora creyó que el abuelo andaba perdido. A la tarde, Francis se fue a jugar con cuatro amigos en una zona descampada. A unos metros el hombre gris observaba. En un momento, Francis quedó rezagado y vio que un abuelo simpático, de gran bigote gris, como su cabello, lo llamaba. El anciano sacó golosinas de una bolsa y se las dio. Nadie notó que Francis había desaparecido sino hasta la hora de la cena. Lo encontraron al día siguiente en un bosque. Había sido estrangulado con sus tiradores. Su padre apenas lo reconoció. El chico tenía como dentelladas. A su madre la debieron sostener entre varios policías para que no viera el nene. La muerte del pequeño Francis Mc Donnell quedó en el olvido. El 23 de mayo de 1928, Edward Budd, de 18 años, puso un aviso en el diario ofreciéndose para trabajar en el campo. Cinco días después, un domingo, un hombre tocó a la puerta de su casa. Lo atendió Delia, la mamá de Edward. Se trataba de un anciano de aspecto endeble. Se presentó como Frank Howard, granjero, y quería hablar con Edward. Delia reparó en su cabello gris, en su bigote gris y en una bolsa que llevaba. De inmediato, Howard contrató al chico. Delia lo invitó a almorzar y su esposo, Albert Budd, estaba encantado. Apenas se habían sentado a la mesa cuando entró una bonita nena de grandes ojos marrones y cabello castaño. Gracie Budd, una de las hijas del matrimonio, tenía nueve años. Entró feliz, cantando. Howard estaba maravillado con la pequeña. De su bolsa sacó un dulce y se lo dio. Cuando terminaron de almorzar Howard dijo que debía ir a la casa de su hermana porque uno de sus sobrinos cumplía nueve años. Le dijo a Edward que volvería a buscarlo y, para calmar su inquietud, le dio dos dólares. Pero antes de irse se volvió hacia Delia y le preguntó si podía llevarse a Gracie al cumpleaños. Le dio grandes seguridades de que la nena estaría bien cuidada. Delia no sabía qué decir. Le pidió la dirección de su hermana. Aun así no estaba segura y miró a su marido. "Deja ir a la pobre niña. No se divierte demasiado", dijo el papá. Delia le puso un abrigo a Gracie y le dio un beso en la cabeza. Los Budd nunca más volvieron a ver a su hija. A la mañana siguiente Albert fue a hacer la denuncia de la desaparición. La primera cosa que descubrió la Policía fue que la dirección de la hermana del tal Howard no existía. Tampoco existía la hermana ni la granja ni Frank Howard. Se asignaron veinte policías al caso, entre ellos el detective William F. King. No hubo nada por entonces. Gracie y el hombre gris se habían esfumado. Seis años después, King era el único detective que seguía con la investigación. En octubre de 1934 decidió usar un recurso final: dijo que el sumario iba a ser cerrado definitivamente. La prensa lo difundió. Delia Budd recibió una carta el 12 de noviembre. "Mi querida Sra. Budd: El 3 de junio de 1928 llamé a su casa. Almorzamos. Gracie se sentó a upa mío y me dio un beso. Decidí comérmela. Con el pretexto de llevarla conmigo a una fiesta (Usted le dio permiso) la llevé a una casa desocupada en Westchester". El viejo le contaba a la mamá cómo había matado a su hija. La carta no tenía remitente pero King averiguó que había sido enviada por un hombre que alquilaba un cuarto en un edificio de la calle 52. El detective habló con la portera y le dio la descripción del "señor Howard". Coincidía con la de un viejo de cabellos grises y bigotes grises que se había registrado como Albert Fish. Cuando King entró en la sala encontró a Fish bebiendo una taza de té. —¿Usted es Albert Fish? —preguntó el policía. El viejo confirmó con la cabeza. Se miraron. Sin bajar la vista, Fish tomó lentamente una navaja de afeitar del bolsillo interno de su saco y la sostuvo frente a él. King se enfureció. Los dos se seguían mirando a los ojos. King, velozmente, agarró la muñeca de Fish y se la torció hasta hacerle caer la navaja. —Ahora te tengo —le dijo el detective. La confesión de Fish fue larga y pormenorizada. Una patrulla se dirigió a la casa abandonada donde mató a Gracie. Hallaron los huesos de la pequeña. King fue a buscar a Albert y Edward Budd para que identificaran a Fish. Al llegar a la comisaría Edward no se pudo contener. Se le echó encima y le gritó: "Viejo bastardo. Sucio hijo de puta". Los policías tuvieron que hacerle un torniquete en el brazo para contenerlo. —¿Cómo se siente? —le preguntó el psiquiatra Frederic Wertham, que entrevistó al viejo en prisión. —No tengo particulares deseos de vivir, ni de ser asesinado. Es una cuestión indiferente. No creo estar del todo bien. —¿Eso quiere decir que está loco? —No, exactamente. Nunca pude entenderme del todo... —¿Puede explicarse? —Siempre tuve deseos de infligir dolor a otros y de que otros me provoquen dolor. Siempre parecí disfrutar de todo lo que hace daño. Fish le confió una larga historia de caza de chicos. Al menos cien. Y episodios de canibalismo. ¿Quién era Albert Fish? Según su confesión, había nacido el 19 de mayo de 1870 en Washington. A los 5 años su padre murió y su madre lo mandó a un orfanato. "Allí comencé a estar mal —dijo—. Estábamos despiadadamente derrotados..." A los 14 años se dedicó a lo que sería su oficio: pintor de interiores. Se mudó a Nueva York y a los 26 años se casó con una chica de diecinueve. Pero cuando el menor de sus seis hijos tenía tres años, la mujer lo abandonó. Wertham y otros tres médicos propuestos por el defensor James Dempsey dijeron que Fish estaba loco. A su criterio era un caso único de perversión en los anales de la literatura psiquiátrica y criminal. Pero los psiquiatras del fiscal Elbert F. Gallagher opinaron todo lo contrario. Siempre supo lo que hacía, planeó el engaño a los Budd, llevó a la pequeña a un lugar apartado, preparó el lugar del crimen y lo ejecutó con plena conciencia. El juicio por el secuestro y muerte de Gracie Budd comenzó el lunes 11 de marzo de 1935 en Nueva York. Al tercer día se llevó al estrado una caja con los restos de Gracie. El detective King relató cómo había sido asesinada. Y entonces Gallagher abrió la caja y levantó con una mano la calavera de la nena. El juicio duró diez días y menos de una hora la deliberación del jurado. La perspectiva de la silla eléctrica tuvo su atractivo para Fish. "Sus ojos brillaban...", escribió un periodista del Daily News. Fish se levantó de su asiento y agradeció al juez: "Qué alegría. La de la silla eléctrica será el último escalofrío. El único que todavía no he experimentado". Fue ejecutado el 16 de enero de 1936. Ricardo V. Canaletti.